domingo, noviembre 06, 2005

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9 de noviembre de 2004


Sinrazón


Al abrir su cajón notó que le faltaban tres pañuelos, me dijo Clemencia implorando por su vida, miserable e incólume (hasta el momento, o hasta ese preciso momento) con la cual pensaba compartir algo innecesario conmigo, según me había dado a entender tres días antes en el bar Cronopios, entre Agustinas y qué sé yo. Y claro, a su madre los tres pañuelos a los que hacía referencia esa tarde de sexualidad reprimida en mi casa, se los había regalado yo. Obviamente el encerador de tanto parqué tenía la culpa, culpa compartida con la empleada, cuento que yo no me tragaba ni por si acaso, según le dije al juez dos años después en el minuto en que me llamaron a declarar por ese cuerpo, que hasta el día de la conversación en la que estábamos, se encontraba incólume, al igual que su vida, y su alma de beata miserable. Torturador no, señor juez, esas fueron otras épocas de la historia, histeria colectiva y guerra fría, helada como caliente en los extremos, según he leído, como le dije después de esos dos años. Pero en ese momento yo no sabía que tres pañuelos causarían tanto hervor en mí.

La tomé con suavidad de dentista y la anestesié con un trago de pisco. Me senté y amarré mi brazo con el elástico que abultaría mis venas (cosa que no le dije al juez) y procedí a calmar mi ansiedad con el cóctel de fierrazo y grapa en cuchara, luego en aguja y finalmente salté en una explosión de entereza, duro como palo e igualmente abofeteé su cara. Las cuerdas con que estaba amarrada resistieron sus tirones, imaginarios y reales en mi mente, como creía yo. Pero era cierto, estaba allí amarrada y no dijo nada más. Tres pañuelos para un odio tan grande. Duro y despiadado me puse otro fierrazo tras exhalar y mis venas del cuello se abultaron como las del brazo en el torniquete que aún no había soltado. Mis muelas rechinaban como catre de prostíbulo.

Tres pañuelos, los recuerdo bien, aunque su madre, mísero repollo flatulento y de mala muerte no los recordaba. Yo, mi madre, mi abuela y mi hermano juramos jamás juntar jirones ni jubones en esa jerga de jaleo que justamente nos caracterizó en los años predecederos y venideros que no han dejado de acontecer. Tres pañuelos y mi familia estaba enterada del error. Tres errores que su madre había cometido, tres problemas en mí. Y ahora ella pagaría con su sangre el agravio cometido por la que en sus venas se perpetuaba. Y el fluido rojo corría desde su boca que yo creía imaginaria en cuerdas imaginarias en asientos imaginarios en habitaciones de ensueño catastrófico. No hay realidad... no hay nada... es todo tan distinto entre paredes blancas y alcolchadas... es todo tan culpa y autoflagelación... Ahora mis manos atadas a mi espalda evitan ver correr sangre de mi cara como esa vez la vi tan roja y luego tan chocolate... Pero después gritaba fuerte y claro desde el estómago como una guagua lo hace al ser olvidada en su llanto hambriento e histérico casi histriónico hiper-humillante, y aunque fuera parte de mi imaginación imaginaria la palpé como si fuese mía como quería serlo en el bar Cronopios en otro estado más placentero y menos angustiante, calmado tras otro pinchazo de grapa y blanco fierro, ayudado con la nariz... el torniquete me ayudó a hacerla callar esa boca de dientes rojos bajo esa nariz-jugo-de-frutilla y sus ojos quedaron mirándome sin vida, imaginaria como pensé yo, imaginaria como debe ser y al jardín y al hoyo y pala con tierra a la luz de la luna que todo lo eriza.

Más calmo la pastilla y el pisco me hicieron dormir la fiebre de la luna y, en silencio oí esa voz al teléfono y calmé, imaginariamente, la imaginación febril de quien me auscultaba las ideas por medio del auricular-ventricular que bombea información de un lado a otro de la ciudad, sino del mundo que nos rodea redondo y raudo alrededor del sol y de sí mismo. Dormido también fui al tocador y esnifé otro poco de fierro para continuar mi sueño de ojos abiertos. En el espejo un demonio. En el espejo una trizadura, en mi mano sangre imaginaria, el teléfono descolgado y tres pañuelos imaginarios en mi memoria. No me quería casar con ella aunque me hubiese dado lo mismo si no me delataran a mi familia con esos tres jirones imaginarios de sueño sin dormir y no importa otra pastilla más dentro de tanto en tanto se acaba el dolor de muelas trizadas como espejos de mala suerte. El pisco. Ahora sólo la botella. El sueño. Parece como si ocurriese ahora mismo. Algo de culpa hay aunque sólo lo haya imaginado, como le dije al juez y el abogado me felicitó por decir la verdad porque así no me violan ni tengo que pelear con sable. Sólo escuchar monólogos de pieza contigua, tan blanca y acolchada como la mía.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

mi primera lectura fue caótica, muchas imagenes, palabras y frases disparadas. voy por la segunda relectura ahora mismo.

Anónimo dijo...

la segunda, a pesar que te diste vueltas haciendo sonidos con una taza, caí. entendí el caos. bueno el final, como que gracias a el entendí gran parte de la historia. la lectura no se hace fácil de vez en cuando porque a veces (solo a veces) la descripción de algo en base a una metralleta de adjetivos y metaforas, enrreda, confunde. pero quizás es la locura del narrador-asesino. así quien sabe si pasa. pasa por locura muy real.

Anónimo dijo...

no comento cuentos asesinos esta vez, sólo un gran pequeño registro. lo vi por segunda vez y la dura que está filete tu documental. un par de detalles de edición muy buenos, imágenes, secuencias. la infaltable pelada de cable, obvio, que hace sentir que está viva.
el documental avanza entre información, arte y locura. es al menos para mi, un tesoro para ek resto de mi vida.
gracias.